—No. Lo siento, pero no.
Se saludaron y el hombre colgó. Necesitaba aire, aire y un buen trago. Sobre todo, un buen trago. La última vez que se había permitido algunas copas de alcohol, había pagado aquellos ínfimos momentos de felicidad con largos días en el infierno. Y ni siquiera habían sido de felicidad. Aunque, qué sabía él de felicidad. «Y ahora, ¿qué?».
El hombre salió al minúsculo jardín, unos pocos metros cuadrados de césped encerrados entre infinitas y abombadas paredes de ladrillos. «No soy el único a quien le pesan los años», suspiró, como si fuera la primera vez que notaba los muros decrépitos que le rodeaban.
Era de noche y la única luz que alumbraba ese desastre arquitectónico era un foco agónico que colgaba encima de la puerta de cristal que separaba el salón del jardín. Levantó la mirada en búsqueda del cielo. Era un cielo de ciudad, anaranjado y sin estrellas, sin alma. Sintió un desprecio inmenso por esa humanidad que había logrado hasta borrar las estrellas del cielo. Desdeñaba esa sociedad mediocre de la cual no le quedaba otra opción que ser parte.
Se quedó un momento más, mirando hacia la bóveda azafranada que usurpaba sin vergüenza ni pudor las funciones celestiales del firmamento. Vivir en una ciudad le desesperaba; no haber luchado lo suficiente para irse a vivir al campo le desesperaba aún más.
Sin embargo, encontrar un trabajo idóneo en la provincia había resultado ser una tarea imposible para un perfil como el suyo. Las pocas empresas del país que consideraba decentes y dignas de disfrutar de los invaluables frutos de su labor se encontraban en la capital. El gigantesco pulpo de cemento lo había atrapado sin dificultad entre sus interminables tentáculos de asfalto y no había tardado mucho en asfixiarlo. Sin fuerza ni energía, sin ideas y, sobre todo, sin un verdadero plan para escapar, el hombre había abdicado sin siquiera librar batalla. Sin pena ni gloria.
Bajó la mirada. Alrededor, el césped estaba todavía cubierto de miles de perlas de lluvia. En todo el jardín flotaba un sutil pero agradable olor a ozono y tierra que lograba, por milagro, cubrir el tufo de la ciudad. En una esquina del salón, la voz del coro se apagó. Terminó Confutatis y las primeras notas de Lacrimosa se deslizaron hasta el humilde oasis urbano. Día de lágrimas. «No podría estar más de acuerdo», convino el hombre.
Observaba, distraído, cómo las palabras de su extraña conversación telefónica revoloteaban en el diminuto recinto. Parecían recorrer una montaña rusa invisible, subiendo en lo más alto del jardín para, enseguida, bajar a una velocidad vertiginosa hacia el suelo mojado. Rozaban los ladrillos decrépitos de las paredes con cada vez más intrepidez; pero se cuidaban de no quedarse atrapadas en una de las cuantiosas telarañas que los cubrían como un fino velo transparente en un desesperado intento por ocultar su lenta agonía.
El aire fresco de la noche no ayudó en absoluto a disminuir el malestar que el hombre no había dejado de sentir desde que el estridente timbre del teléfono había empezado a resonar en la oscuridad del salón. Odiaba los teléfonos; le provocaban terror, un verdadero e incontrolable terror. Aunque, en esa oportunidad, tan pronto había empezado a escuchar la voz de su interlocutor, el miedo había, en un instante, dado paso a la incredulidad. Y la incredulidad, enseguida, había sido reemplazada por un genuino malestar.
Ahora, seguía plantado en medio del jardín, en un fútil intento por dejar escapar aquellas palabras incómodas y olvidarse de ellas. Sin embargo, tales decenas de mariposas atraídas por un foco de luz en las tinieblas de la noche, seguían girando y girando a su alrededor en un baile descontrolado y amenazante, mareándole aún más. Sí, necesitaba un buen trago. «Al diablo con el malestar, será para más tarde. Ahora es lo que importa».
Volvió a la cocina en búsqueda de una botella y un vaso. Encontró el vaso, pero había botado la última botella, casi llena, después de su último y muy doloroso reencuentro con la bebida. Hoy no pensaba botarla antes de terminarla. Apagó la música y salió enseguida en búsqueda de una nueva botella, sin siquiera pensar en quitarse las pantuflas. Estaba demasiado preocupado por la llamada para darse cuenta de ese pormenor logístico.
Había sido una llamada muy extraña; más que extraña, desagradable; incluso dentro de lo desagradable que era su vida, la noticia que acababa de recibir había logrado destacar. Toda una hazaña. El frío le sacó con rudeza de sus reflexiones. Había ido miles de veces a aquella tienda, tomando siempre el mismo camino, caminando por las mismas veredas y cruzando las calles a la misma altura. Conocía cada ladrillo de cada casa y el color de cada puerta, las vitrinas de cada negocio y los tiempos de cada semáforo. Pero no cada charco de agua.
Su pantufla estaba ahora empapada por completo y el agua la había atravesado para mojarle buena parte del pie. Renegó en voz alta, provocando la risa de algunos adolescentes y el estupor de una pareja de ancianos que caminaban, ellos sí con zapatos, en la vereda opuesta. No les prestó la menor atención.
Entró en la tienda con el primer estornudo y se dirigió hacia la estantería de alcohol, acompañado por el insistente graznido de agonía que su pantufla mojada dejaba escapar cada vez que se aplastaba contra el embaldosado. «Mis queridos frascos de tormento», sonrió el hombre. «¿Con cuál de ustedes voy a torturarme esta noche?».
Conocía a la perfección el precio de ese impulso; lo iba a pagar caro al día siguiente; y era probable que el resto de la semana también. Agarró una botella de la parte inferior del estante. «Vomitemos barato esta vez». Pagó con el segundo estornudo. Apenas reparó en el joven vendedor y, por supuesto, tampoco notó la mueca burlona que ese le ostentó cuando se dio cuenta del lamentable estado de sus pantuflas.
En tiempo normal, o sea con los zapatos puestos, lo más probable era que tampoco se hubiese percatado de ese detalle. Miraba, pero no veía. Hablaba, pero no comunicaba. Con el vendedor, se limitaba por lo general a un breve, aunque cortés, saludo. Sin embargo, y por desgracia del hombre, algunos días, animado por su afabilidad natural, el flacucho se esforzaba en entablar una conversación con su cliente más reacio. En esas contadas ocasiones, con gran esfuerzo, hombre lograba contener su irritación frente a lo que consideraba unos invasivos intentos de socialización.
De un lado, si bien solía ser seco, frío y distante, cuando el vendedor le dirigía la palabra, años de educación estricta, cortesía de su autoritario padre, le incitaban a contestarle. Del otro lado, casi media vida de aislamiento forzado le empujaban a quedarse en un mutismo complaciente.
Entonces, una invisible, pero sangrienta batalla se libraba en lo más profundo de sus entrañas. Y el resultado solía ser un empate técnico. Terminaba entonces emitiendo un gorgoteo casi inaudible y algo absurdo que el joven podía interpretar como un sí, un no, un quizá o, según el caso, cualquier otra respuesta. Esa noche, el hombre apenas pronunció media palabra de saludo. Después de aquella llamada, estaba aún más hundido en sus pensamientos y más taciturno que de costumbre.
Salió de la tienda con el tercer estornudo. El vendedor le persiguió por la calle y le alcanzó justo antes de que doblase la esquina. Se había ido sin su vuelto; y sin su botella. El joven le tendió la bolsa de papel y el hombre emitió un sonido gutural que el simpático adolescente interpretó como un caluroso agradecimiento. El hombre arrancó la bolsa de sus manos y volteó, sin emitir más gorgoteo. Había gorgoteado lo suficiente por aquella noche.
Llegó a su casa con el pie y el ánimo congelados. Lanzó su pantufla a través del departamento con un tiro imaginario y alcanzó un cuadro colgado en la pared. Al mirarlo estrellarse en el piso, el hombre se dio cuenta de que ni se acordaba de la foto que contenía. Se quedó un largo momento buscando en su memoria. Pero renunció casi de inmediato y recogió la foto. Era una de las pocas fotos que poseía.
Nunca había sentido la necesidad de inmortalizar más uno que otro momento irrelevante de su irrelevante vida. Y tampoco le había importado nunca inmortalizar a la poca gente que conocía. Debía tener, como máximo, una decena de fotos. Y ni siquiera se acordaba de en qué cajón o armario las podía haber escondido. Recogió la foto entre los trozos de vidrio esparcidos en el piso y la acercó a pocos centímetros de su cara para revisarla. Sonreía.
En la foto, sonreía. Miró entonces con ternura a la mujer que lo abrazaba. Lloraba. Solo en el salón, solo en el mundo, el hombre lloraba. Dejó la foto en la mesa y eligió con cuidado un disco. «Albinoni será». El disco empezó a girar en el viejo tocadiscos, pero las primeras notas del órgano no conseguían elevarse en la penumbra del salón. Se quedó un instante dubitativo y, acompañado por los pasos cansados del violonchelo, se dirigió hacia la cocina. Ahora, tenía la botella en la mano, pero no encontraba el vaso que había sacado. «Será que no lograré nunca tener los dos al mismo tiempo».
La cocina fue una vez más el testigo privilegiado de uno de los notorios accesos de rabia del hombre. Sin embargo, como era habitual con aquella bullosa caldera humana, la erupción provocó mucho humo, pero poca lava. Se tranquilizó de inmediato y regresó al salón pensando que, al final, más que un vaso común y corriente, esa ocasión ameritaba algo especial. Y, de una caja de la cómoda del salón, sacó una fina copa de cristal.
El hombre jugó un momento con la copa en su mano, haciendo girar el líquido lentamente y observando cómo se reflejaba en el vidrio de la mesa del salón. Anticipaba el malestar y, también, aquel estado de angustia y tristeza que venía sintiendo durante largos días. Incluso con tan solo un par de copas, anticipaba también los siniestros pensamientos que lo acompañarían entonces.
Se preguntó cuándo su relación con el alcohol había cambiado de manera tan drástica. Había pasado hacía muchos años de ser un compañero de fiesta ocasional y divertido a un imprescindible y molestoso socio de todos los días. Había dejado hacía mucho tiempo de ser un fiel amigo en las buenas y un hombro compasivo en las malas. Ese maleante líquido le había robado años de su vida, incluso, antes de la cárcel. Volvió a pensar en la llamada y, por lo tanto, en ella. Cerró los ojos, acercó despacio la copa a sus labios y, sin dudarlo más, tomó un largo sorbo.